Las medidas de distanciamiento físico implementadas para contener la transmisión de la covid y el uso de mascarilla han supuesto un cambio brusco en el régimen sensorial de muchas de nosotras. La sensorialidad de nuestro día a día se ha visto abruptamente modificada, llevándonos en ocasiones y sobre todo al principio a un malestar corporal, un no saber cómo comportarnos, que se sentía en el cuerpo. ¿Os acordáis de cómo os sentíais al no saludar o despedirnos sin darnos besos, abrazos o apretones de manos? La inicial incomodidad corporal era consecuencia del cambio abrupto en un ritual corporal que teníamos internalizado, que nuestro cuerpo sabía y hacía sin pensar. La extrañeza ponía de manifiesto todo ese saber no articulado y difícilmente articulable que reside en el cuerpo (como montar en bicicleta) sobre el que de repente debido al cambio rápido impuesto adquiríamos consciencia.
Los sonidos de la voz humana se amortiguan con la mascarilla, quienes llevan gafas con la mascarilla sin lugar a dudas ven limitada su visibilidad, a través de las gafas enteladas con el aliento los colores seguramente se perciben menos brillantes, el sentido del tacto, fuente de placer se ha convertido ahora en una fuente de riesgo a evitar. Hace poco salía un artículo periodístico que apuntaba a la importancia del tacto en la sociabilidad humana (podéis leerlo aquí, esta en inglés).
Pero sobre todo el olor se ha visto modificado. La mascarilla añade una capa sobre la nariz y limita un sentido al que normalmente no prestamos mucha atención a pesar de su ubicuidad (o tal vez por ella). De hecho hay muy pocas palabras en el idioma español para definir específicamente un olor. Tenemos que recurrir a comparaciones “huele como o huele a”. Si lo comparamos con la ingente cantidad de palabras para definir colores es muy fácil situar la importancia que le damos a lo visual y a lo olfativo en nuestro contexto.
Petricor es una de las pocas palabras que existen en castellano para hace referencia directa a un olor, el olor de la tierra mojada después de llover. Petricor, el aroma de la lluvia, término que proviene del griego, petra-piedra y ikhor-líquido que fluye por las venas de los dioses[1]. Recuerdo ese olor, el olor de jara mojada cuando abríamos rápidamente las ventanillas del coche al llegar al pueblo castellano de mi madre para las vacaciones en verano. Probablemente nunca, o muy pocas veces olí físicamente ese olor, ya que agosto en Zamora no suele caracterizarse por lluvias. Ese es uno de los atributos del olor, su capacidad para emanar, re-crear experiencias pasadas de una manera sensorial. La famosa madalena de Proust.
Otra lluvia memorable tuvo lugar a muchos kilómetros de distancia, con un océano de por medio, en los Andes ecuatorianos en la estación seca, cuando tras muchos días se sequía en la que llovían cenizas debido a las quemas de los restos de la caña de azúcar tras la zafra y sin agua corriente, de repente empezó a llover muy fuerte. Ha sido sin lugar a dudas el petricor que más me ha gustado, y la mejor ducha de mi vida!
[1] Aunque para ser precisas, hay que decir que es una invención lingüística hecha por geólogos en la década de 1940, originalmente en inglés pero actualmente en consideración por la RAE para ser includia en el diccionario.