Monthly Archives: March 2021

Petricor, el aroma de la lluvia

Las medidas de distanciamiento físico implementadas para contener la transmisión de la covid y el uso de mascarilla han supuesto un cambio brusco en el régimen sensorial de muchas de nosotras. La sensorialidad de nuestro día a día se ha visto abruptamente modificada, llevándonos en ocasiones y sobre todo al principio a un malestar corporal, un no saber cómo comportarnos, que se sentía en el cuerpo. ¿Os acordáis de cómo os sentíais al no saludar o despedirnos sin darnos besos, abrazos o apretones de manos? La inicial incomodidad corporal era consecuencia del cambio abrupto en un ritual corporal que teníamos internalizado, que nuestro cuerpo sabía y hacía sin pensar. La extrañeza ponía de manifiesto todo ese saber no articulado y difícilmente articulable que reside en el cuerpo (como montar en bicicleta) sobre el que de repente debido al cambio rápido impuesto adquiríamos consciencia.

Los sonidos de la voz humana se amortiguan con la mascarilla, quienes llevan gafas con la mascarilla sin lugar a dudas ven limitada su visibilidad, a través de las gafas enteladas con el aliento los colores seguramente se perciben menos brillantes, el sentido del tacto, fuente de placer se ha convertido ahora en una fuente de riesgo a evitar. Hace poco salía un artículo periodístico que apuntaba a la importancia del tacto en la sociabilidad humana (podéis leerlo aquí, esta en inglés).

Pero sobre todo el olor se ha visto modificado. La mascarilla añade una capa sobre la nariz y limita un sentido al que normalmente no prestamos mucha atención a pesar de su ubicuidad (o tal vez por ella). De hecho hay muy pocas palabras en el idioma español para definir específicamente un olor. Tenemos que recurrir a comparaciones “huele como o huele a”. Si lo comparamos con la ingente cantidad de palabras para definir colores es muy fácil situar la importancia que le damos a lo visual y a lo olfativo en nuestro contexto.

Petricor es una de las pocas palabras que existen en castellano para hace referencia directa a un olor, el olor de la tierra mojada después de llover. Petricor, el aroma de la lluvia, término que proviene del griego, petra-piedra y ikhor-líquido que fluye por las venas de los dioses[1]. Recuerdo ese olor, el olor de jara mojada cuando abríamos rápidamente las ventanillas del coche al llegar al pueblo castellano de mi madre para las vacaciones en verano. Probablemente nunca, o muy pocas veces olí físicamente ese olor, ya que agosto en Zamora no suele caracterizarse por lluvias. Ese es uno de los atributos del olor, su capacidad para emanar, re-crear experiencias pasadas de una manera sensorial. La famosa madalena de Proust.

Otra lluvia memorable tuvo lugar a muchos kilómetros de distancia, con un océano de por medio, en los Andes ecuatorianos en la estación seca, cuando tras muchos días se sequía en la que llovían cenizas debido a las quemas de los restos de la caña de azúcar tras la zafra y sin agua corriente, de repente empezó a llover muy fuerte. Ha sido sin lugar a dudas el petricor que más me ha gustado, y la mejor ducha de mi vida!

[1] Aunque para ser precisas, hay que decir que es una invención lingüística hecha por geólogos en la década de 1940, originalmente en inglés pero actualmente en consideración por la RAE para ser includia en el diccionario.

Crisis y sentidos de injusticia

Acaba de salir publicado el libro editado por Sílvia Bofill y Mikel Aramburu Crisis y sentidos de injusticia : tensiones conceptuales y aproximaciones etnográficas, en el que he tenido la suerte de participar con el capítulo “Luchas por el control de lo escaso en un barrio de Barcelona“.

 

 

 

 

 

 

 

Partiendo del concepto de escasez, trato de explicar las respuestas locales a las tensiones generadas como consecuencia de formas intensas y, en ocasiones, incompatibles de estar en una plaza de un barrio periférico de Barcelona en un contexto de escasez material (de bienes y servicios de uso público, incluidos espacios al aire libre de acceso abierto no mercantilizados, como plazas y zonas de juego) que tiene lugar en un espacio de escasez simbólica o falta de reconocimiento (Fraser, 2000). Esta falta de reconocimiento es consecuencia del estigma territorial que ha acompañado tradicionalmente a este barrio y a sus habitantes desde la génesis en su forma actual con la llegada de gran número de migrantes internos a Barcelona en las décadas posteriores a la Guerra Civil.

En el contexto de polarización económica generado por la crisis y el desmantelamiento de las escasas redes de apoyo social del estado de bienestar en España en general y en Cataluña en particular (los recortes sociales fueron más intensos que la media estatal y en 2017 era la comunidad autónoma que mayor proporción de recorte en gasto social y sanitario mantenía), la competencia por recursos cada vez más escasos entre los sectores en la parte baja de la estructura social se percibe por muchos de estos grupos como la única estrategia para asegurarse el acceso a alguno de los pocos recursos todavía disponibles. Esa misma competencia y las lógicas de los juegos de suma cero avivan los sentimientos de injusticia cuando no se produce el acceso a los recursos disponibles o cuando, aun accediendo, estos son insuficientes (Aramburu, 2020: 208).

La escasez y el recurso preferencial a la competencia como mecanismo de reparto de la misma se apoyan en lógicas clasificatorias que dividen a sujetos y grupos en merecedores y no merecedores. El merecimiento es una pieza clave de la llamada economía moral del neoliberalismo. Como argumentan Aramburu y Sabaté (2020: 98), los juicios sobre el merecimiento de alguna persona o grupo de personas son a menudo juicios sobre derechos. En el caso etnográfico que nos compete nos encontramos con un grupo de vecinos antiguos que reclama derechos sobre las escasas plazas y espacios al aire libre de acceso abierto del barrio, en concreto, el derecho a determinar las maneras correctas de comportarse en estos lugares. Este grupo de vecinos está compuesto por personas de edad avanzada con unas demandas específicas de uso sobre la plaza que son, por lo general, diferentes de las de otros grupos generacionales (frente a, por ejemplo, la necesidad de espacios para jugar a la pelota de los niños, estos vecinos mayores requieren de espacios para salir de casa y descansar tranquilamente, lo que genera tensiones por las formas de estar en la plaza). Buscan en definitiva establecer los comportamientos adecuados e inadecuados en la plaza y, de esa manera, marcar quién merece estar en la plaza, cuándo y cómo. Para ello aplican la terminología del in/civismo como forma localizada de la gramática del merecimiento, que permite dividir a quienes se encuentran en la plaza entre cívicos e incívicos.

Vigilant Immobility

At the end of 2018, I was challenged to think about waiting (you can see it here). I had no idea of how premonitory that would be. At that time, I argue that it could be fruitful to think beyond the «waiting for» perspective. My aim was trying to figure out how «waiting with» could change our experience of waiting. We live in a society that depicts itself as always in movement, 24/7 as something good. We got the imaginary that if we don´t move, we get stuck. Movement, speed, motion… all mottos of our time. We live projecting forward, the future as the most important time. Doing things, or not doing them, for the sake of the future, we keep on investing for the future… This, often individualistic, linearly progressive inclination prevents us from looking around, for inhabiting the present.

However, the possibility of “waiting with” is increasingly becoming not accessible for most people, as more and more we are forced to engage in what I call «stressful waiting». In a sort of alert stasis, many people -being asylum seekers on-premises waiting to file their asylum claim, migrants waiting for the right time to bodily cross the border, unemployed workers waiting for the phone to call- live in a state of «vigilant immobility». Long waiting periods alternated with short windows of opportunity demanding an immediate response. It creates the need to be in a state of constant alert while waiting, with no information about when or how the chance to act or move is going to arrive, or even if it will ever come up. The temporal horizon is variable, running from hours to years (in some cases comprising even more than one lifetime).